La crisis climática empieza a tener tintes de choque generacional. Tiene todo el sentido, el futuro se enfada con un presente que sigue quemando kilowatios/hora como si no hubiera un mañana a pesar de innumerables advertencias e incuestionables evidencias.
Así, no es de extrañar que surjan células activistas de jóvenes que pretenden llamar la atención y molestar a las élites sociales del presente que no están tomando las medidas necesarias y cada vez más urgentes para garantizar la sostenibilidad como especie a largo plazo.
Nos[1] ha cogido más por sorpresa que esas protestas hayan puesto en su punto de mira el arte. Nunca antes la cultura había sido objeto de este escarnio. Al contrario, la cultura se precia de ser justo lo contrario, contenido de protesta, reflejo que avergüenza y denuncia las injusticias. Y, sin embargo, nos pasa lo que nos pasa. Últimamente no hay semana que no nos dé un sobresalto al saber de un nuevo grupo de jóvenes que ha atentado contra una gran obra de arte en un gran museo[2].
¡Los museos! ¡Que nacen bajo la luz de la ilustración como centros para poner al alcance del pueblo el arte que hasta ese momento solo disfrutaban las élites aristocráticas! ¿Qué ha pasado para que algunas personas (en su mayoría jóvenes) vean sacralización y fasto donde antes había popularización y accesibilidad? ¿Cómo se han convertido los museos en símbolo de las élites hasta el punto de ser la diana perfecta para reclamar la lucha contra el cambio climático? El arte como símbolo de poder, pero de poder de opresión, de poder del otro. Ojo, no todo el arte, el arte elevado al altar del museo.
Podemos pensar, y no nos faltará de razón, que las protestas por legítimas que sean deben saber escoger su vehículo. Errando el canal se yerra en el mensaje. ¿Cómo alguien puede querer hacer daño a las majas de Goya o los girasoles de Van Gogh? ¿Cómo se puede ser tan inconsciente de creer que vale la pena poner en riesgo la integridad de creaciones humanas que a lo largo de tantos años hemos decidido que representan la cumbre de las capacidades humanas hasta el punto de merecer ser preservadas a toda costa?
Quizás ese valor que damos tan por sentado no ha llegado a estas nuevas generaciones. Los constructos humanos a los que ellos y ellas dan valor están lejos de la cultura protegida, institucional. Sus creaciones circulan en las redes sociales virtuales libres y sin canon. Tienen una relación con los contenidos, con la cultura, mucho más horizontal. No se sienten representados cuando se verticaliza la relación entre espectador y espectáculo. Se pueden sentir incluso ninguneados o menospreciados por un mundo, el de las industrias culturales, que ha levantado con sus liturgias unas barreras, instituciones y negocios que les son ajenos.
Y en este sentido, podríamos decir que en realidad no son los cuadros los que ponen en las dianas estas protestas ¡son los museos! (y en particular los grandes museos de arte) Por qué son las instituciones culturales[3] las que han fracasado (desde esa perspectiva). Se habrían centrado en conservar el pasado y olvidando ser útiles al futuro, integrándolo, proyectando, escuchando y respondiendo. Es el conjunto de la cultura institucional la que corre el peligro de ser considerada cada vez más elitista, un producto de origen y autoconsumo de determinadas capas sociales, un símbolo del poder establecido.
No pretendo elevar a categoría unos sucesos, que por preocupantes que sean, apenas pasan del nivel de anécdota, pero no puedo dejar de pensar que estamos ante un síntoma más de una disrupción generacional que a lomos de la digitalización avanza como un tsunami y obliga al sector cultural a pensar en el rol que espera/desea jugar en el mundo de hoy.
Una reflexión crítica a la que los profesionales estamos llamados en primer término y en la que debemos encontrar formas de integrar el futuro y sus soberanos, de forma consistente y no oportunista, sin paternalismo y sin rendiciones a la postmodernidad vacía.
[1] Cuando digo “nos” me refiero a boomers del sector cultural.
[2] Para nuestra tranquilidad, parece ser que en los últimos días se han alzado algunas voces del movimiento reclamando seleccionar otros objetivos sobre los que desatar la ira climática
[3] Cuando nos referimos a “instituciones” nos referimos a todas, públicas y privadas, y no solo las patrimoniales, el fracaso es más colectivo, los pobres museos son simplemente victimas más accesibles